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Autora: María Concepción Torres Díaz. Abogada y Profesora de Derecho Constitucional (UA).

Artículo original publicado en Agenda Pública. Fecha de publicación: 7/02/2016. Puede consultarse aquí: http://agendapublica.es/3045-2/

En este momento político de pactos es necesario recordar que recientemente diversos medios de comunicación se hacían eco de las propuestas de Ciudadanos en materia de violencia de género recogidas en su programa electoral con motivo del 20D. Saltaban a la palestra informativa propuestas como las de “acabar con la asimetría penal por cuestión de sexo” así como errores conceptuales de calado al afirmar que la violencia de género es bidireccional. Pues bien, la pregunta es obligada: ¿qué denotan estas manifestaciones? Obviamente, un profundo desconocimiento de la realidad de este tipo de violencia y del marco conceptual adecuado para su abordaje. ¡Ojo!, pero este desconocimiento no es solo de esta formación política sino que es más generalizado afectando a sectores en los que la formación especializada debería exigirse en requisito sine qua non.

Pero vayamos por partes. Y es que tras 10 años de vigencia de la LO 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género y tras 7 años desde que el Tribunal Constitucional se pronunciara por primera vez sobre la constitucionalidad de las medidas penales de la citada ley (STC 59/2008, de 14 de mayo), el debate parece no estar cerrado porque vuelven a surgir voces que cuestionan las medidas penales articuladas en una norma que ha sido reconocida pionera y modelo de referencia a nivel internacional.

Sin intención de adentrarme en otras cuestiones de interés que el debate abierto sugiere, el presente post se centra en dos aspectos esenciales. Por un lado, intentar clarificar qué aporta el género como categoría de análisis en el ámbito de la violencia contra las mujeres y, por otro, qué es lo que dijo el Tribunal Constitucional cuando se pronunció sobre la constitucionalidad de los preceptos penales cuestionados.

Con respecto a la primera cuestión resulta esencial distinguir entre sexo y género. ‘Sexo’ las diferencias biológicas de mujeres y hombres y ‘género’ la construcción cultural que sobre el sexo biológico nuestra forma de socialización patriarcal ha articulado dando lugar a relaciones asimétricas de poder. La distinción no resulta anodina toda vez que permite instalarnos en la llamada “hermenéutica de la sospecha” y cuestionar esa aparente neutralidad sexual a partir de la cual se construyen las relaciones políticas, económicas, sociales, culturales y, por supuesto, personales. De esta forma, con la categoría ‘género’ el debate se traslada al espacio público/político y se transforma en un debate político y, por tanto, de poder. Y es aquí donde surgen las reticencias a la hora de conceptualizar la violencia contra las mujeres como violencia de género porque se erige en un instrumento capaz de articular cambios de calado en la organización socio/sexual de la realidad. Obviamente, hablar de cambios desde esta perspectiva implica cuestionar privilegios y, por ende, formas de ser y estar. Por otra parte, conviene precisar que la utilización del término ‘género’ en los términos expuestos no es algo nuevo léase, por favor, a J. Money o a R. Stoller y no dejen de consultar las referencias sobre este término de J. Scott o K. Millet, entre otras. Descubrirán lo que de ‘cultural’ tiene el género sobre la realidad sexual de los cuerpos y advertirán lo erróneo de utilizar indistintamente sexo y género o de hablar de género única y exclusivamente como género gramatical. Pero es más, descubrirán lo que de violencia simbólica (P. Bourdieu) tiene el negar las potencialidades de esta categoría de análisis para subvertir las estructuras de poder socio/sexual.

En el ámbito de la violencia contra las mujeres la categoría género permite aludir a este tipo de violencia como la manifestación violenta de la desigualdad, como una forma de discriminación estructural y, obviamente, como una vulneración de los derechos humanos de las mujeres. Al mismo tiempo la categoría género invita a ir más allá ya que desde el ámbito de ‘lo jurídico’ permite cuestionar la neutralidad sexual de las normas en línea con lo planteado por teóricas como F. Olsen o A. Facio (y muchas más).

Llegados a este punto conviene centrar las líneas que siguen en el aval constitucional de la LO 1/2004. Un aval que tuvo su primera manifestación en la STC 59/2008, de 14 de mayo con reflejo en otras posteriores (SSTC 127/2009; 45/2010; 79/2010). Ahora bien, en qué términos se ha pronunciado el Tribunal Constitucional. Veámoslo a continuación:

  1. El TC recoge – en todas estas sentencias – su doctrina en materia de igualdad constitucional pudiéndose advertir la consolidación del llamado derecho desigual igualatorio.
  2. Especialmente significativo al objeto de este post resulta el fundamento jurídico 5 de la STC 59/2008 en donde concreta la doctrina constitucional sobre igualdad y precisa que la igualdad es un derecho subjetivo de la ciudadanía a obtener un trato igual que obliga y limita a los poderes públicos a respetarlos y que exige que los supuestos de hecho iguales sean tratados idénticamente en sus consecuencias jurídicas y que, para introducir diferencias entre ellos, tenga que existir una suficiente justificación de tal diferencia, que aparezca al mismo tiempo como fundada y razonable, de acuerdo con criterios y juicios de valor generalmente aceptados, y cuyas consecuencias no resulten desproporcionadas.
  3. De lo expuesto se deduce que la igualdad requiere que a iguales supuestos de hechos las consecuencias jurídicas sean las mismas. No obstante, ¿qué ocurre cuándo los supuestos de hecho no son iguales? ¿Qué ocurre cuándo tras el análisis crítico de casos se pone de manifiesto que la situación de partida de las mujeres en el ámbito relacional/afectivo se basa en una desigualdad socio/sexual/estructural? ¿No cabría articular – en estos casos – medidas diferenciadoras al existir una justificación fundada y razonable de acuerdo con la doctrina constitucional?
  4. Las cuestiones planteadas permiten colegir que no toda diferencia en el trato normativo supone un trato discriminatorio proscrito constitucionalmente. Ahora bien, ¿qué requisitos se deben observar? El TC lo tiene claro cuando alude al tertium comparationis, al test de razonabilidad, al test de racionalidad, a la congruencia de la medida diferenciadora y a la proporcionalidad.
  5. Significativos a este respecto resultan los fundamentos jurídicos 7, 8, 9 y 10 de la STC 59/2008 en donde el máximo intérprete constitucional alude a la justificación de la medida diferenciadora, a la finalidad de la misma y a cómo se adecua al canon constitucional, a la razonabilidad de la diferenciación normativa y a su proporcionalidad y todo ello tomando como parámetro de análisis el art. 153.1 CP en su redacción dada por la LO 1/2004, de 28 de diciembre (extensible al resto de preceptos cuestionados).
  6. El TC consideró que no se puede calificar de irrazonable la opción normativa que el legislador adoptó en su día puesto que “las agresiones del varón hacia la mujer que es o que fue su pareja afectiva tienen una gravedad mayor que cualesquiera otras en el mismo ámbito relacional porque corresponden a un arraigado tipo de violencia que es manifestación de la discriminación, la situación de desigualdad y las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres”.

Llegados a este punto solo cabe reseñar cómo el TC en el aval constitucional de los preceptos cuestionados dio un paso más en su doctrina sobre la igualdad al romper con la indiferencia jurídica de las diferencias en el ámbito socio/sexual/afectivo. Sin duda, todo un avance para dotar de efectividad a la igualdad real pero que requiere de profundización y consolidación ante los riesgos de involución (recuérdese a S. Faludi cuando en los años 90 denunciaba el backlash ante los avances en igualdad).